Viernes, último día de clases. Cuando en el salón reinaba un silencio sepulcral y los alumnos oían con atención lo que les instruía el mentor, de sopetón, sonó el sonoro pitido del silbato. Era el anuncio del primer recreo. Los estudiantes, diligentes, abordan el patio y ocupan el lugar preferido desde el inicio del flamante año escolar. Los maestros se reúnen en el pabellón, Sebastián Salazar Bondi, semejante a un amplio balcón, de donde pueden observar a los alborotados discípulos. El patio, era la zona propicia para dar rienda suelta a la algarabía infantil. En este ínterin, Marcelino, becario inquieto del cuarto año, enterado de la próxima temporada del divertido juego de la Canga, a todo pulmón pregonaba:
—¡Eh! ¡Amiguitos todos, ha llegado el tiempo de jugar a la Canga!
Los alumnos del primer año, al oír este genial nombre de ¡canga! y el nuevo juego, curiosos, se arrimaron delante del pregonero y los amigos de este. Uno de ellos era Rogelio, lucido en el arte del dibujo. Por alguna razón, esta vez, se olvidó de traer el álbum donde, con pasmosa paciencia, trazaba hermosos paisajes. Sin embargo, todo lo concerniente sobre el bosquejo de la canga vivía grabado en su mente lozana. Con pasitos cortos se puso frente al auditorio que ya lo habían acorralado, luego de dar un profundo suspiro, habló:
—¿Alguien me puede alcanzar un palito? —sorprendidos por la pregunta, los escolares, con ojitos vivaces, se miran los unos a los otros. Un escolar de rostro cárdeno, parado al frente de Rogelio, preguntó: —¿Un palito, para qué? —En ese trance, el compañero del primer año, de cabello acartonado, ojos caídos y rostro de un triángulo invertido, abriéndose paso entre la muchedumbre, veloz, se desplazó directo al ancho pabellón en cuyo contorno se ubicaba el angosto jardín colmado de floridas rosas. Rápido, cogió un par de lo solicitado. Resoplando, con los escuálidos hombritos empuja a la apiñada multitud con el fin de ingresar al ruedo. Con el bolillo entre los menudos dedos estira el bracito, y en tono encendido, habló: —¡Aquí tengo los palitos que pediste! —Rogelio, extendió el suyo para recibirlo y le dio las gracias por el generoso acto. Mientras circulaba delante de los alumnos fisgones, en su mente de precoz dibujante, elucidaba, con mucha imaginación, el modelo de la canga.
Con mesura, acomodó la rodilla derecha sobre el ceniciento suelo, preciso momento en que deslumbraba la suela y el taco un tanto gruesitos del zapatito color marrón, señal, que recién había sido confeccionado con arte en los talleres de Rucu Feliciano (Don Feliciano Vicuña) famoso por elaborar los prototipos de los zapatos de Aquia. Por otro lado, el pie izquierdo, firme al ras del suelo, se podía distinguir aún más la redondez de la punta de aquel zapatito que cubría el retropié; el final de la tibia y el peroné, atado con firmeza con el pasador. La diminuta pantorrilla y el muslo formaba un ángulo de 90 grados, El antebrazo izquierdo descansaba sobre ellos, la mano pequeña quedaba suspendida en el aire. Aferrado entre los dedos, índice, pulgar y medio, de la otra mano, el bolillo, cedido por el niño.
Cuando se disponía a caracterizar la forma de la canga en el suelo, alzó la cabeza e Interrogó: —¿conocen la tabla de picar? —Los presentes, al oír esta pregunta inesperada, se miraban como queriendo decir que no sabían nada acerca de los asuntos de niñas ni de la mamá. Un alumno del tercer año, de cabello lacio y grasoso, ojos hundidos color café y rostro tendido, se aproximó al grupo deseoso de enterarse de los sucesos. Al escuchar la pregunta desde la parte posterior, levantó los pies sobre la punta de los dedos, alzó la mano, con voz alta, expresiva e inequívoca dijo:
—¡Yo conozco la tabla de picar! —los becarios, raudos, tornaron con mirada sarcástica a aquel alumno. Rogelio, sonriendo, continúo:
—Amiguitos, la Canga es similar a la tabla de picar, pero pequeño. Los interesados pueden tomar nota de la forma, la medida y los detalles... —Ni bien terminó de hablar, los alumnos del primer año que tenían tendencia a los juegos, veloz, se deslizaron al aula. De la carpeta, asieron el cuaderno y arrancaron la hoja del centro, con prolijidad y arrebato. No paso ni un minuto, ya estaban de vuelta, con el papel y el lápiz en la mano pidiendo ayuda a los del cuarto y quinto que accedían con gusto para anotar el detalle sobre este aparejo.
Cuando, Rogelio, se animaba a trazar la canga en el velado suelo, los escolares ávidos de ver el diseño, se empujan con el codo, los antebrazos y los hombros. Otros se empinan o se ubican en un lugar propicio para una mejor visión. Rogelio, en la medida que dibujaba la canga, explicaba lo siguiente:
—La paleta de la canga, debe medir 12 Cm de largo por 8 de ancho. El mango debe tener 6 Cm. de largo por 3 de ancho. Por último, el diámetro de la canga 1 Cm. —Rogelio Terminaba recomendando:
—Ahora pueden adquirir la tabla y elaborar la canga con estas medidas. ¡Ah! Me olvidaba de algo muy importante, La Canga va acompañado de una pieza —empezó a caracterizar, manifestando: —es similar al tamaño del mango pero pequeño, más adelante los alumnos del quinto o del cuarto año les enseñaremos este juego con sus diferentes posiciones.
El diseño de la canga y la pieza, complemento de aquel juego infantil, plasmado en el pardo suelo del patio, pronto seria borrado por el viento o en el siguiente recreo, por inadvertidas pisadas de los inquietos alumnos…
El dilema era como adquirir la preciada tabla para confeccionar la Canga. Tal vez lo hallarían en el patio o en algún recoveco de la casa. Indagarían por la sombría cocina, tener el ingenio y ser intrépidos de cómo subir al desván. Con empeño hurgarían los lugares inimaginables. Los alumnos del cuarto y quinto año se sentían con plena libertad de ir más allá del patio de la casa, se desplazarían por las periferias del pueblo.
Marcelino niño delgaducho, inquieto, preguntón y vivaracho vivía en Quihuyllan. Modesto, era un niño de movimientos lánguidos cuya tez era oscura, como consecuencia se quedó con el sobrenombre de Negro, reflejaba un rostro de niño pensador filósofo, inquisidor para solucionar sus dudas. Vivía en el barrio de Jupash. Los dos becarios pactaron en partir al día siguiente, sábado, por el camino que va trayecto a Caranca. Luego de haberse acostado pensando en conseguir aquella tabla, se quedaron dormidos.
El gallardo gallo, de la casa vecina, con su canto sonoro, sacudían a los dos viajantes del profundo sueño. Soñolientos, abren y cierran los ojos de modo persistente. Abastecidos del fiambre que consistía de la apetitosa humita, preparado días antes por la mamá de Marcelino. Negro, de la cancha y el rococho que encontró en el tiesto y un recipiente puesto sobre el fogón. Cada uno, introdujo el fiambre en una talega pequeña. Ataviándose con el ponchito y el gorrito de lana, salieron a hurtadillas al lugar del encuentro.
Negro, fue el primero en llegar al lugar indicado. Muerto de frio, esperaba al camarada. En el momento en que sentía la brisa del viento helado, la copa de los enormes eucaliptos se balanceaba causando suaves murmullos, y contraía los enanos hombros, y se frotaba las manos, con pasitos vivos llegó Marcelino. Se saludaron y partieron rumbo al lugar convenido.
En su andar, cuesta arriba, cruzan pequeños charcos de agua. Fangos formados por la obstrucción del riachuelo causado por la yerba que arrastra en todo su cauce. Marcelino, para evitar mojar las zapatillas y Negro, las ojotas y las medias de lana que cubría los ateridos pies, saltan con agilidad piedra sobre piedra, obrando de oportunos puentes. Marchan con atención para sortear el encuentro con la ortiga que en el menor descuido y rozamiento provoca un escozor insoportable. De la planta pedestre emana aroma agradable transportado por el quedo viento. Se entretienen viendo a los escurridizos huayhuacos, trepados en las ramas de los frondosos árboles y de plantas rusticas. Viajan por el sendero de desniveles insospechados. De vez en cuando buscan un lugar donde sentarse, oportunidad para platicar acerca de la tabla que aún no hallan. Reanudan la travesía. En su itinerario se cruzan con afanosas señoras cargando leña, alfalfa, mazorcas de choclo sobre sus enteras espaldas, saludan con cortesía a cada una de ellas. Sin darse cuenta llegaron a Caranaca, desde aquel lugar, avistan, con plenitud y admiración, el hermoso panorama de Chiquian, les parece estar en un lugar celestial.
Extenuados exploran un lugar donde reclinarse. Eligen un copioso y apropiado árbol para apoyarse en su voluminoso tallo, de donde las recias raíces sobresalen al ras del suelo junto a los helechos con sus extravagantes flequillos. Las nobles ramas les cobijan de los vivos rayos del sol. Marcelino, mientras sacaba su taleguita colgado del hombro, pregunta:
—Sí —contesto Negro, igualmente sacando el suyo. —Yo he traído cancha y rococho y Tú?
:—He traído 6 humitas, salados y dulces. —Sacando el fiambre le ofreció dos de ellos, uno de cada sabor, luego dijo: —después comeremos la cancha y el rococho.
Disfrutando de las exquisitas humitas, se deleitan al escuchar el trino coral de las aves. Observan al genial colibrí que vuela de aquí allá, mientras extrae el polen de las flores con su largo pico. El viento sopla con cierta pereza sacudiendo el maizal y los trigales. Luego de haber comido, Marcelino de deslizó cerca de un alegre riachuelo de agua cristalina y fría, más allá, sobre su superficie se había formado una fina capa de escarcha. Preocupado de no haber encontrado la tabla, sentándose sobre una piedra llana y mirando a su compañerito de aventura, le propuso lo siguiente:
—Negro, no hemos conseguido la tabla, ¿Puedes seguir con esta aventura? —El aludido, aun sentado, con la humita en la mano, su ínfima espalda pegado en el grueso tallo del árbol, contestó:
—¿Por qué?
—Creo que tenemos que caminar un poquito más… —se incorporó, empuñando los cuatro menudos dedos y señalando con el dedo índice aquel lugar, en tono positivo, habló:
—Seguro que allí encontraremos la tabla para hacer la Canga, se llama Matarrajgra, en ese lugar el carro de la Municipalidad arroja los desperdicios de todo el pueblo.
Luego de su propuesta, volvió a mirar al camarada que tenía el rostro algo desanimado, Negro no era mucho de realizar peripecias, se preguntaba así mismo: ¿qué hacía ahí en ese momento? ¿Cómo es que estaba lejos de los libros y cuadernos? Si lo que más le agradaba era leer o inquirir todas las cosas nuevas que descubría. Marcelino, hizo todo un esfuerzo supremo para lograr convencerlo. Por fin, Negro, accedió continuar con la aventura.
Extendió su microscópica mano a Negro a fin de que se reincorpore. En seguida reanudaron con sus andanzas. Ya en la carretera, de pronto fueron adelantados por dos campesinos de rostros templados que transportan el yugo sobre el rudo hombro. Orondos y a paso ligero, arrean una pareja de yuntas. Con amabilidad saludaron a los niños.
Marcelino se adelanta a cierta distancia. Negro camina con pánfilos pasos; tenía los pies planos y se le hacía espinoso mantener el mismo ritmo. En todo el trayecto exploran ambos lados de la vía si había algún remanente de una tabla, no tienen la fortuna de encontrarlo. Sin darse cuenta llegan a las cercanías del puente. Sin embargo, Negro, reflejaba un rostro de cansancio y desaliento; “yo de aquí no me muevo, no más caminata”, parecía decir. Faltaba poco para llegar al lugar señalado, ambos, molidos y exhaustos descendieron de la carretera para descansar al pie de uno de los árboles del bosque de eucaliptos.
Del lugar donde descansaban, apenas podían observar la Cascada de Matarrajgra, la caída del agua circulaba debajo del puente para desplazarse entre las plantas, pencas, pendientes y piedras de todo tamaño causando un sonido de sosiego y quietud en el ser de cada uno de los paseantes. Esta vez, Negro, saco de su talega el fiambre para convidar a Marcelino, que en ese instante, se encontraba ensimismado, pensando si tendrían la fortuna de toparse con la anhelada tabla, tanto así, que no se dio cuenta que Negro tenía la mano extendida por largos segundos, teniendo que levantar la voz con resonancia:
—¡Ya, coge la cancha y el rococho! —Marcelino, parecía salir de un largo sueño cuando escuchó la voz estentórea de Negro, reaccionó con un simple: —Gracias.
La cancha y el rococho rechinan entre lozanas y resistentes dentaduras. De repente, oyen voces blancas que se acercan al puente. No querían ser descubiertos. Negro, con ansiedad se refugiaba detrás de un copioso arbusto. Entre tanto, Marcelino, no sabía dónde ubicarse, entonces, decide ir debajo del puente que estaba a unos 20, 30 metros, cuesta abajo. El bullicio era de los escolares que hablan y ríen con absoluta libertad por aquella cenicienta carretera. Detrás de los viajeros bullangueros, debía ser el profesor, de pronunciado abdomen, ataviado con el sombrero y ropa de campo, camina con pasos lerdos y seguros, sobre el hombro, una especie de alforja, lleva el fiambre. Con lentitud surcan el puente para luego alejarse y volver de nuevo a la calma. “Van de paseo a las misteriosas lomas de Huaca Corral”, Pensaron los exploradores de la materia prima para construir la canga.
Marcelino, se quedó quieto, observó todo lo que había a su alrededor, más de pronto sus ojos se agrandaron para quedarse clavados sobre un montón de desechos. Ahí, al otro lado, de la zanja, resaltaba unos cajones de madera. Osado decide cruzar y brincando sobre las piedras su ser revoloteaba de felicidad al descubrir aquello que tanto rastrearon durante horas. Al registrar aquel lugar, llamó con voz incontenible, lleno de emoción:
—¡Negro-o-o!… ¡Negro-o-o!… ¡ven rápido! —Al escuchar el llamado, recién se desprendía y salía del arbusto donde se había ocultado, angustiado, contesto:
—¡Que pasa¡
—¡Lo encontré!… ¡lo encontré! —respondió Marcelino con voz desenfrenada. Entre tanto, Negro, descendiendo con sumo cuidado, se sentía aliviado. Pensó entre sí: “¡Por fin, ya no caminaré más, por fin!!”
Llegó a la orilla de donde pudo observar, uno a uno, las finas tablas que Marcelino le mostraba. En seguida y a toda prisa, empezó a lanzar las maderas sobre los pastos del cerro inclinado. De nuevo, danzando sobre las piedras, llegó donde se hallaba Negro, eligieron las maderas intactas. Aliviados por el hallazgo y colmados de alegría, se abrazaron. Repletos de júbilo, con las tablas entre las diminutas manos, regresaban triunfantes.
Al arribar a Caranca, encantados, se regodean con el vuelo majestuoso del Cóndor que atraviesa el espacio azulenco, surcando el valle de Aynin y desapareciendo por el nevado de Tucu. Avistan las chacras colmados de los trigales, maizales y las habas. El sol brilla con más fuerza y provoca intenso ardor. Se desprenden de los ponchitos para colocarlos sobre sus menguados hombros, la sed les abruma. Observan meticulosamente por el lado este, oeste, norte y sur con el fin de percatarse de no ser vistos por alguien que se cruzara en sus andanzas, oportunidad para ocultar las tablas debajo de un copioso matorral.
Furtivos, deciden entrar a una de las chacras rodeado de vizcaínas. Se deslizan con intensa prudencia evitando ser pinchados con las potentes y agudas púas. Caminan, con atención y recelo, hacia el centro del maizal, pronto a cosechar. Sorprendidos oyen el vuelo lento de dos perdices. Los exploradores se ubican en un lugar cómodo. Los altos y espesos cogollos, ocultan su microscópico cuerpo. Marcelino se acercó a uno de ellos que parecía ser el más apetitoso. Arranco las hojas, acerco su pequeña y sedienta boca al tallo para probar su sabor, dio un mordiscón y succiono el néctar de la caña… -—¡Esto esta gamblag! (insípido) —dijo algo disgustado limpiándose la boca con el reverso de la palma de la menuda mano.
Negro hacia lo mismo, pero resulto todo lo contrario. La caña que mordió, con sus dientes filudos, era deliciosa, dulce y jugosa, de tallo alto y tenía varios nudos. Con calma arrancó los choclos, lo desnudó y lo quebró. Agarrando la extendida caña, sentándose, lo coloco a la altura de su rodilla, tirando con fuerza, acabo por romper todos los nudos y lo compartió con su adlátere de aventuras. Calmaron la sed que les abrumaba. Cuando se disponían a salir de aquel maizal, abordado de habas, atraídos por la legumbre, arrancaron sus vainas y lo alojaron en sus pequeñas talegas. Acopiaron los choclos y lo guardaron en sus ponchos. Provisionados de estos nutrientes, salieron con mucho recato. Su retorno fue un éxito, volvieron con las tablas listas para elaborar la Canga.
Continuará
El Pichuychanca
Chiquian 30 de diciembre 2015