miércoles, 30 de diciembre de 2015

La Canga I.


Viernes, último día de clases. Cuando en el salón reinaba un silencio sepulcral y los alumnos oían con atención lo que les instruía el mentor, de sopetón, sonó el sonoro pitido del silbato. Era el anuncio del primer recreo. Los estudiantes, diligentes, abordan el patio y ocupan el lugar preferido desde el inicio del flamante año escolar. Los maestros se reúnen en el pabellón, Sebastián Salazar Bondi, semejante a un amplio balcón, de donde pueden observar a los alborotados discípulos. El patio, era la zona propicia para dar rienda suelta a  la algarabía infantil. En este ínterin, Marcelino, becario inquieto del cuarto año, enterado de la próxima temporada del divertido juego de la Canga, a todo pulmón pregonaba:


¡Eh! ¡Amiguitos todos, ha llegado el tiempo de jugar a la Canga!

Los alumnos del primer año, al oír este genial nombre de ¡canga! y el nuevo juego, curiosos, se arrimaron delante del pregonero y los amigos de este. Uno de ellos era Rogelio, lucido en el arte del dibujo. Por alguna razón, esta vez, se olvidó de traer el álbum donde, con pasmosa paciencia, trazaba hermosos paisajes. Sin embargo, todo lo concerniente sobre el bosquejo de la canga vivía grabado en su mente lozana. Con pasitos cortos se puso frente al auditorio que ya lo habían acorralado, luego de dar un profundo suspiro, habló:

—¿Alguien me puede alcanzar un palito? —sorprendidos por la pregunta, los escolares, con ojitos vivaces, se miran los unos a los otros. Un escolar de rostro cárdeno, parado al frente de Rogelio, preguntó: —¿Un palito, para qué? —En ese trance, el compañero del primer año, de cabello acartonado, ojos caídos y rostro de un triángulo invertido, abriéndose paso entre la muchedumbre, veloz, se desplazó directo al ancho pabellón en cuyo contorno se ubicaba el angosto jardín colmado de floridas rosas. Rápido, cogió un par de lo solicitado. Resoplando, con los escuálidos hombritos empuja a la apiñada multitud con el fin de ingresar al ruedo. Con el bolillo entre los menudos dedos estira el bracito, y en tono encendido, habló: —¡Aquí tengo los palitos que pediste! —Rogelio, extendió el  suyo para recibirlo y le dio las gracias por el generoso acto. Mientras circulaba delante de los alumnos fisgones, en su mente de precoz dibujante, elucidaba, con mucha imaginación, el modelo de la canga.   

Con mesura, acomodó la rodilla derecha sobre el ceniciento suelo,  preciso momento en que deslumbraba la suela y el taco un tanto gruesitos del zapatito color marrón, señal, que recién había sido confeccionado con arte en los talleres de Rucu Feliciano (Don Feliciano Vicuña) famoso por elaborar los prototipos  de los zapatos de Aquia. Por otro lado, el pie izquierdo, firme al ras del suelo, se podía distinguir aún más la redondez de la punta de aquel zapatito que cubría el retropié; el final de la tibia y el peroné, atado con firmeza con el  pasador. La diminuta pantorrilla y el muslo formaba un ángulo de 90 grados, El antebrazo izquierdo descansaba sobre ellos, la mano pequeña quedaba suspendida en el aire. Aferrado entre los dedos, índice, pulgar y medio, de la otra mano, el bolillo, cedido por el niño. 


Cuando se disponía a caracterizar la forma de la canga en el suelo, alzó la cabeza e Interrogó: —¿conocen la tabla de picar? —Los presentes, al oír esta pregunta inesperada, se miraban como queriendo decir que no sabían nada acerca de los asuntos de niñas ni de la mamá. Un alumno del tercer año, de cabello lacio y grasoso, ojos hundidos color café y rostro tendido, se aproximó al grupo deseoso de enterarse de los sucesos. Al escuchar la pregunta desde la parte posterior, levantó los pies sobre la punta de los dedos, alzó la mano,  con voz alta, expresiva e inequívoca dijo:

—¡Yo conozco la tabla de picar! —los becarios, raudos, tornaron con mirada sarcástica a aquel alumno. Rogelio, sonriendo, continúo:

—Amiguitos, la Canga es similar a la tabla de picar, pero pequeño. Los interesados pueden tomar nota de la forma, la medida y los detalles... —Ni bien terminó de hablar, los alumnos del primer año que tenían tendencia a los juegos, veloz, se deslizaron al aula. De la carpeta, asieron el cuaderno y arrancaron la hoja del centro, con prolijidad y arrebato. No paso ni un minuto, ya estaban de vuelta, con el papel y el lápiz en la mano pidiendo ayuda a los del cuarto y quinto que accedían con gusto para anotar el detalle sobre este aparejo.

Cuando, Rogelio, se animaba a trazar la canga en el velado suelo, los escolares ávidos de ver el diseño, se empujan con el codo, los antebrazos y los hombros. Otros se empinan o se ubican en un lugar propicio para una mejor visión. Rogelio, en la medida que dibujaba la canga, explicaba lo siguiente:

—La paleta de la canga, debe medir 12 Cm de largo por 8 de ancho. El mango debe tener 6 Cm. de largo por 3 de ancho. Por último, el diámetro de la canga 1 Cm. —Rogelio Terminaba recomendando:

—Ahora pueden adquirir la tabla y elaborar la canga con estas  medidas. ¡Ah! Me olvidaba de algo muy importante, La Canga va acompañado de una pieza —empezó a caracterizar, manifestando: —es similar al tamaño del mango pero pequeño, más adelante los alumnos del quinto o del cuarto año les enseñaremos  este juego con sus diferentes posiciones.

El diseño de la canga y la pieza, complemento de aquel juego infantil, plasmado en el pardo suelo del patio, pronto seria borrado por el viento o en el siguiente recreo, por inadvertidas pisadas de los inquietos alumnos…

El  dilema era como adquirir la preciada tabla para confeccionar la Canga. Tal vez lo hallarían en el patio o en algún recoveco de la casa. Indagarían por la sombría cocina, tener el ingenio y ser intrépidos de cómo subir al desván. Con empeño hurgarían los lugares inimaginables. Los alumnos del cuarto y quinto año se sentían con plena libertad de ir más allá del patio de la casa, se desplazarían por las periferias del pueblo.


Marcelino niño delgaducho, inquieto, preguntón y vivaracho vivía en Quihuyllan. Modesto, era un niño de movimientos lánguidos  cuya tez era oscura, como consecuencia se quedó con el sobrenombre  de Negro, reflejaba un rostro de niño pensador filósofo, inquisidor  para solucionar sus dudas. Vivía en el barrio de Jupash. Los dos becarios pactaron en partir al día siguiente, sábado, por el camino que va trayecto a Caranca. Luego de haberse acostado pensando en conseguir aquella tabla, se quedaron dormidos. 

El gallardo gallo, de la casa vecina, con su canto sonoro, sacudían a los dos viajantes del profundo sueño. Soñolientos, abren y cierran los ojos de modo persistente. Abastecidos del fiambre que consistía de la apetitosa humita, preparado días antes por la mamá de Marcelino. Negro, de la  cancha y el rococho que encontró en el tiesto y un recipiente puesto sobre el fogón. Cada uno, introdujo el fiambre en una talega pequeña. Ataviándose con el ponchito y el gorrito de lana, salieron a hurtadillas al lugar del encuentro.  

Negro, fue el primero en llegar al lugar indicado. Muerto de frio, esperaba al camarada. En el momento en que sentía la brisa del viento helado, la copa de los enormes eucaliptos se balanceaba causando suaves murmullos, y contraía los enanos hombros, y se frotaba las manos, con pasitos vivos llegó Marcelino. Se saludaron y partieron rumbo al lugar convenido. 

En su andar, cuesta arriba, cruzan pequeños charcos de agua. Fangos formados por la obstrucción del riachuelo causado por la yerba que arrastra en todo su cauce. Marcelino, para evitar mojar las zapatillas y Negro, las ojotas y las medias de lana que cubría los ateridos pies, saltan con agilidad piedra sobre piedra, obrando de oportunos puentes. Marchan con atención para sortear el encuentro con la ortiga que en el menor descuido y rozamiento provoca un escozor insoportable. De la planta pedestre emana aroma agradable transportado por el quedo viento. Se entretienen viendo a los escurridizos huayhuacos, trepados en las ramas de los frondosos árboles y de plantas rusticas. Viajan por el sendero de desniveles insospechados. De vez en cuando buscan un lugar donde sentarse, oportunidad para platicar acerca de la tabla que aún no hallan. Reanudan la travesía. En su  itinerario se cruzan con afanosas señoras cargando leña, alfalfa, mazorcas de choclo sobre sus enteras espaldas, saludan con cortesía a cada una de ellas. Sin darse cuenta llegaron a Caranaca, desde aquel lugar, avistan, con plenitud y admiración, el hermoso panorama de Chiquian, les parece estar en un lugar celestial. 

Extenuados exploran un lugar donde reclinarse. Eligen un copioso y  apropiado árbol para apoyarse en su voluminoso tallo, de donde las recias raíces sobresalen al ras del suelo junto a los helechos con sus extravagantes flequillos. Las nobles ramas les cobijan de los vivos rayos del sol. Marcelino, mientras sacaba su taleguita  colgado del hombro, pregunta: 


¿Has traído fiambre?

 —Sí —contesto Negro, igualmente sacando el suyo. —Yo he traído cancha y rococho y Tú?   

:—He traído 6 humitas, salados y dulces. —Sacando el fiambre  le ofreció dos de ellos,  uno de cada sabor, luego dijo: —después comeremos la cancha y el rococho.

Disfrutando de las exquisitas humitas, se deleitan al escuchar el trino coral de las aves.  Observan al genial colibrí que vuela de aquí allá, mientras extrae el polen de las flores con su largo pico. El viento sopla con cierta pereza sacudiendo el maizal y los trigales. Luego de haber comido, Marcelino de deslizó cerca de un alegre riachuelo de agua cristalina y fría, más allá, sobre su superficie se había formado una fina capa de escarcha. Preocupado de no haber encontrado la tabla, sentándose sobre una piedra llana y  mirando a su compañerito de aventura, le propuso  lo siguiente:

—Negro, no hemos conseguido la tabla, ¿Puedes seguir con esta aventura? —El aludido, aun sentado, con la humita en la mano, su ínfima  espalda pegado en el grueso tallo del árbol, contestó: 

—¿Por qué? 

—Creo que tenemos que caminar un poquito más… —se incorporó, empuñando los cuatro menudos dedos y señalando con el dedo índice aquel lugar, en tono positivo, habló: 

—Seguro que allí encontraremos la tabla para hacer la Canga, se llama Matarrajgra, en ese lugar el carro de la Municipalidad arroja los desperdicios de todo el pueblo.

Luego de su propuesta, volvió a mirar al camarada que tenía el rostro algo desanimado, Negro no era mucho de realizar peripecias, se preguntaba así mismo: ¿qué hacía  ahí en ese momento? ¿Cómo es que estaba lejos de los libros y cuadernos? Si lo que más le agradaba era leer o inquirir todas las cosas nuevas que descubría. Marcelino, hizo todo un esfuerzo supremo para lograr convencerlo. Por fin, Negro, accedió continuar con la aventura.  

Extendió su microscópica mano a Negro a fin de que se reincorpore. En seguida reanudaron con sus andanzas. Ya en la carretera, de pronto fueron adelantados por dos campesinos de rostros templados que transportan el yugo sobre el rudo hombro. Orondos y  a paso ligero, arrean una pareja de yuntas. Con amabilidad saludaron a los niños. 


Marcelino se adelanta a cierta distancia. Negro camina con pánfilos pasos; tenía los pies planos y se le hacía espinoso mantener el mismo ritmo. En todo el trayecto exploran ambos lados de la vía si había algún remanente de una tabla, no tienen la fortuna de encontrarlo. Sin darse cuenta llegan a las cercanías del puente. Sin embargo, Negro, reflejaba un rostro de cansancio y desaliento; “yo de aquí no me muevo, no más caminata”, parecía decir. Faltaba poco para llegar al lugar señalado, ambos, molidos y exhaustos descendieron de la carretera para descansar  al pie de uno de los árboles del bosque de eucaliptos. 

Del lugar donde descansaban, apenas podían observar la Cascada de Matarrajgra, la caída del agua circulaba debajo del puente para desplazarse entre las plantas,  pencas, pendientes y piedras de todo tamaño causando un sonido de sosiego y quietud en el ser de cada uno de los paseantes. Esta vez, Negro, saco de su talega el fiambre para convidar a Marcelino, que en ese instante, se encontraba ensimismado, pensando si tendrían la fortuna de toparse con la anhelada tabla, tanto así, que  no se dio cuenta que Negro tenía la mano extendida  por largos segundos, teniendo que levantar la voz con resonancia:

—¡Ya, coge la cancha y el  rococho! —Marcelino, parecía salir de un largo sueño cuando escuchó la  voz estentórea de  Negro, reaccionó con un simple: —Gracias.

La cancha y el rococho rechinan entre lozanas y resistentes dentaduras. De repente, oyen voces blancas que se acercan al puente. No querían ser descubiertos. Negro, con ansiedad se refugiaba detrás de un copioso arbusto. Entre tanto, Marcelino, no sabía dónde ubicarse, entonces, decide ir debajo del puente que estaba a unos 20, 30  metros, cuesta abajo. El  bullicio era de los escolares que hablan y ríen con absoluta libertad por aquella cenicienta carretera. Detrás de los viajeros bullangueros, debía ser el profesor, de pronunciado abdomen, ataviado con el sombrero y ropa de campo, camina con pasos lerdos y seguros, sobre el hombro, una especie de alforja, lleva el fiambre. Con lentitud surcan el puente para luego alejarse y volver de nuevo a la calma. “Van de paseo a las misteriosas lomas de Huaca Corral”, Pensaron los exploradores de la materia prima para construir la canga.

Marcelino, se quedó quieto, observó todo lo que había a su alrededor, más de pronto sus ojos se agrandaron para quedarse clavados sobre un montón de desechos. Ahí, al otro lado,  de la zanja, resaltaba unos cajones de madera. Osado decide cruzar y brincando sobre las piedras su ser revoloteaba de felicidad al descubrir aquello que tanto rastrearon durante horas. Al registrar aquel lugar, llamó con voz incontenible, lleno de emoción: 

—¡Negro-o-o!… ¡Negro-o-o!… ¡ven rápido! —Al escuchar el llamado, recién se desprendía y salía del arbusto  donde se había ocultado, angustiado, contesto:

—¡Que pasa¡    
  
—¡Lo encontré!… ¡lo encontré! —respondió Marcelino con voz desenfrenada. Entre tanto, Negro, descendiendo con  sumo cuidado, se sentía aliviado. Pensó entre sí: “¡Por fin, ya no caminaré más, por fin!!”


Llegó a la orilla de donde pudo observar, uno a uno, las finas tablas que Marcelino le mostraba. En seguida y a toda prisa, empezó a lanzar las maderas sobre los pastos del cerro inclinado. De nuevo, danzando sobre las piedras, llegó donde se hallaba Negro, eligieron las maderas intactas. Aliviados por el hallazgo y colmados  de alegría, se abrazaron. Repletos de júbilo, con las tablas entre las diminutas manos, regresaban triunfantes.
 
Al arribar a Caranca, encantados, se regodean con el vuelo majestuoso del Cóndor que atraviesa el espacio azulenco, surcando el valle de Aynin y desapareciendo por el nevado de Tucu. Avistan las chacras colmados de los trigales, maizales y las habas. El sol brilla con más fuerza y provoca intenso ardor. Se desprenden de  los ponchitos para colocarlos sobre sus menguados hombros, la sed les abruma. Observan meticulosamente por el lado este, oeste, norte y sur con el fin de percatarse de no ser vistos por alguien que se cruzara en sus andanzas, oportunidad para ocultar las tablas debajo de un copioso matorral. 

Furtivos, deciden entrar a una de las chacras rodeado de vizcaínas. Se deslizan con intensa prudencia evitando ser pinchados con las potentes y agudas púas. Caminan, con atención y recelo, hacia el centro del maizal, pronto a cosechar.  Sorprendidos oyen el vuelo lento  de dos perdices. Los exploradores se ubican en un lugar cómodo. Los altos y espesos cogollos, ocultan su microscópico cuerpo. Marcelino se acercó a uno de ellos que parecía ser el más apetitoso. Arranco las hojas, acerco su pequeña y sedienta boca al tallo para probar su sabor, dio un mordiscón y succiono el néctar de la caña… -—¡Esto esta gamblag! (insípido) —dijo algo disgustado limpiándose la boca con el reverso de la palma de la menuda mano. 

Negro hacia lo mismo, pero resulto todo lo contrario. La caña que mordió, con sus dientes filudos, era deliciosa, dulce y jugosa, de tallo alto y tenía varios nudos. Con calma arrancó los choclos, lo desnudó y lo quebró. Agarrando la extendida  caña, sentándose, lo coloco a la altura de su rodilla, tirando con fuerza, acabo por romper todos los nudos y lo compartió con su adlátere de aventuras. Calmaron la sed que les abrumaba. Cuando se disponían a salir de aquel maizal, abordado de habas, atraídos por la legumbre, arrancaron sus vainas y lo  alojaron en sus pequeñas talegas. Acopiaron los choclos y lo guardaron en sus ponchos. Provisionados de estos nutrientes, salieron con mucho recato. Su retorno fue un éxito, volvieron con las tablas listas para elaborar la Canga.

Continuará

El Pichuychanca  
Chiquian 30 de diciembre 2015



miércoles, 23 de diciembre de 2015

Se asoma la luna

Finalizando un dia estival de agosto, en el ocaso, el postrero resplandor del sol prenden las rosas del vergel de mi casa y de los verdes prados. 

Y en mi introspectivo paseo por las periferias de mi querido terruño, allá, tras el horizonte, al comienzo de la oscura noche se asoma, sonriendo, el lunar blanco en el anchuroso cielo garzo.

El Pichuychanca

Chiquian, Tulpa Japana y Yukiush Tana, agosto 2015

Aqui, mas fotos. 

   
Tú, luna, farol de la noche, tan lejos y tan cerca de mí, quiero confesarte mi código secreto. Pero, solo me sonries con picardia, con tu refulgencia plateada, 









El Pichuychanca

Chiquian, Tulpa Japana y Yukiush Tana, agosto 2015

lunes, 7 de diciembre de 2015

El runrún


Lunes. Mientras la luz del sol tiñe de color dorado la cumbre, la vertiente de los cerros, la madre, presurosa, prepara el desayuno. Durante ese tiempo, se ocupa del aseo de los hijos. A su vez, el padre, raudo, guarda los útiles escolares dentro del rasgado cartapacio. Este apremio y ajetreo aumenta cuando la familia es numerosa, más de 2 o 3 inquietos párvulos. El primer hijo aseado, el hermano mayor, aunque la regla no se cumple al pie de la letra, era el responsable de ir a comprar la hogaza para el desayuno. 
   
El escolar, puntual y acicalado, marcha rumbo a la escuela por calle empedrada y angosta. En su caminar acelerado, se cruza con estudiantes de otras escuelas, del colegio y con distintas personalidades del pueblo saludando a estos últimos con mucho aprecio. Luego de atravesar el chirriante e inmenso zaguán del plantel, con intenso júbilo, se aglomera con los compañeros en el patio del plantel.   

El Director, dobla el sonoro silbato con el propósito de alinear a los escolares en el centro del patio, apoyado por los brigadieres y bajo la atenta mirada del maestro/a. Docente que enseñará las lecciones, durante los cinco años, de transición al quinto año de primaria. Los becarios de cada aula se alinean según el tamaño, listos para entonar con brío y en coro el Himno Nacional. Luego, al ritmo de la primera voz efectuado por un alumno, voz semejante al trino de un jilguero, entonan canciones alusivas a la escuela.

Acto seguido, los estudiantes desfilan en orden a su  respectiva aula. Empiezan los de transición finaliza el quinto año de primaria. Al llegar a la entrada del salón, el docente ya los espera con el  fin de revisar a cada alumno su cuidado personal. Ataviado con ropa  limpia, los zapatitos lustrados, peinado de modo correcto y el pañuelo camuflado en el bolsillo del pantalón de percal. Solo así, el mentor inicia las lecciones  de una nueva semana de clases. Cada maestro propala el conocimiento a los alumnos según el año que le corresponde. El docente de transición, enseña el abecedario, siguiendo las reglas del libro coquito. 


Transcurre el tiempo sin prisa pero sin pausa y los alumnos esperan impacientes la hora del recreo. En ese trance, de repente, repica el ruidoso silbato,   llegó el momento de divertirse. Prestos y con ingente júbilo, salen al patio central. Con pasitos contenidos andan de un lugar a otro. Corren tras la pelota de futbol. Uno u otro escolar, solitario y ensimismado, transita por los rededores del patio buscando un lugar donde sentarse con el fin de encontrar una respuesta del problema de los mayores que él no entiende. El patio está a disposición de todos y todos los espacios es un lugar para solazarse. Los que cursan el cuarto y quinto año de primaria ocupan los mejores espacios causando un alboroto infantil, se divierten de mil maneras. Algunos tratan de relacionarse con los amiguitos de otras secciones o el suyo. Se reúnen en grupos y cuentan a su manera  su propia historia. En estas circunstancias, Jaime, alumno  del quinto año, entusiasta y con voz blanca, anuncia:

—¡Amigos míos, hoy, empieza la temporada del runrún! 

Los alumnos, al oír esta noticia, de inmediato giraron su minúscula cabeza. Con ojos inquietos, curiosos y vivases, unos cavilando y otros al unísono, contestan a viva voz: 

—¿Runrún? 

—¡Si-i-i-!, empieza la temporada de jugar el runrún.  

Mientras los demás becarios  rodeaban a Jaime, Marcelino, pilluelo además solidario, que  cursaba el cuarto año, al escuchar la novedad, se aproximó con ligereza. Un tanto desalineado y jadeando de tanto correr por el patio de piso apelmazado, se plantó frente al pregonero de este retozo infantil. Pensando en los alumnos menores que él,  inexpertos en este juego  del runrún. Exigió una explicación:  

—¿Y cómo hacemos para jugar al runrún?  

Los escolares de transición, se miran uno al otro con el propósito de obtener una respuesta, con prontitud. De pronto, Fidel, alumno del quinto año, nervioso, da un paso adelante, con una mano embutido en el bolsillo y la otra agitando. Sobrecogido, comentó:

—¡Ah!, eso es fácil, armar el runrún, es fácil.

Niños fisgones, de a poco se arriman al grupo deseosos  de escuchar  de cómo se podía armar el runrún. Uno de ellos, Alfredo, también alumno del cuarto año, el más inquieto y revoltoso, involucrándose en el asunto, exigía que explique los pormenores de este divertido juego. Con vocecita chillona,  preguntó poco más o menos cuestionando:

—¿Acaso no  quieres enseñar a los amiguitos como preparar el runrún?  

De súbito, los demás niños que merodeaban cerca del grupo, curiosos se apiñaron con el objetivo de saber los sucesos de aquella reunión. Ahí, ya se hallaban los alumnos del cuarto año: Elmer, el alumno más alto, parado detrás de los niños que abordaban a Jaime, el único que utilizaba lentes con una montura gruesa de carey color marrón claro. Entre sus largas y delgaditas manos, traía un instrumento de música, su juguete preferido, el saxo. Desde los primeros años él ya revelaba su gusto por la música. Rogelio, un tanto gruesito, de carácter y sonrisa espontanea, tenía el cuaderno de dibujo sobre su pecho aferrado con la mano derecha, un lápiz lo lleva en la mano izquierda y otro sobre la oreja del mismo lado. Era el  mejor en el arte del dibujo. No había quien  igualara su destreza de precoz dibujante. David, disciplinado y aplicado, andaba con el singular maletín de color rojo —era de plástico muy resistente— donde guardaba los útiles escolares, se parecía a un tocadiscos. Esta vez, en pleno recreo, lo sostenía en sus cortas manos a la altura de sus escuálidos muslos. Cuando por un olvido lo dejaba en el aula, Marcelino y Alfredo, alumnos  zamarros y pillos, en un santiamén agarraban aquel maletín para colocarlo sobre la carpeta con el propósito de utilizarlo como si fuera una batería de un conjunto musical. Con los minúsculos dedos, manifestando completa hilaridad, lo tamborileaban y coreaban canciones de sus repertorios, el maletín tronaba en el aula. Hugo, niño un tanto gordito que cuando sonreía no se le veía los ojos, en posición de  descanso, con las piernas mofletudas relativamente separadas, oía la disertación sobre el runrún. Con la pelota de jebe bajo su brazo derecho en cada recreo, llama y anima a los camaradas para jugar al futbol, su pasión. Presentes también, los alumnos aplicados, perseverantes y estudiosos como Pepe y Pablo sobresaliendo en el curso de matemáticas. Parados ahí, observando sin tomar interés, parecían meditar en los asuntos de los números. Jorge pensando más en leer algún libro de historia o quizás de lenguaje que jugar al runrún. Por otro lado los alumnos Fidel, Benito, Fidel, Marco, Carlos y Jaime eran los más representativos  del quinto año. Algunos de ellos, expertos en el arte de jugar al runrún.


Jaime, alumno de rostro trapezoidal, nariz prominente, mirada serena, de cabello lacio que cubría mitad de su lozana frente, el mismo  que había anunciado el arribo del juego del runrún, se ubicó al centro del ruedo. Los becarios, en especial, los de transición y del primer año, curiosos, esperan con ansias de saber cómo se armaba el runrún, agitados, cavilaban: 

—“¿qué nos dirá? O ¿qué ira a hacer?” —les parecía que el tiempo se había detenido.

Jaime, ataviado con el pantalón de color azul marino, planchado a la perfección con la plancha de carbón, donde se notaba  con nitidez la raya extendida, sosegado y con inaudita lentitud, introduce la amoratada y liliputiense mano izquierda en el bolsilloesde aquel, en seguida, lo extrae, pero esta vez, cerrado por completo. Extiende el  brazo y en un  santiamén lo cubre con la palma de la otra mano. Los alumnos de los primeros años de estudio, apiñados y codo a codo, se preguntan  —“¿qué será lo que trae?” —Poco a poco, Jaime, estira los diminutos dedos para quedar unido ambas palmas. —¡Muestra de una vez, lo que traes en tu mano!, —prorrumpe un escolar con voz escandalosa— La pieza extraída de la faltriquera del pantalón de percal, seguía en total misterio. Y la  paciente espera llegaba a su límite.

Ya hemos dicho que los más interesados son los estudiantes de los  primeros años, éstos, se hallan ávidos e impacientes, de saber qué es lo que se escondía entre esas menudas palmas. En esa situación, Jaime,  de repente y en un santiamén, levanta una mano  para quedar descubierta la otra. Sobre esa palma yacía un ejemplar de un runrún que era un botón vaporoso color dorado, al parecer, arrancado del abrigo de la madre o de algún familiar, por cuyos dos agujeros pasaba el hilo de color amarillo que oscilaba debajo de su menuda mano. A la vista de los apilados alumnos, aquel runrún que centellaba bajo los rayos del sol, se quedaron absortos  de ver tal prototipo. Un estudiante del primer año, emocionado, chillo:

—¡Yo, quiero tener uno igual! 
A los alumnos de transición al tercero, solo se les permitía jugar el runrún conforme al modelo presentado por Jaime, hecho de botones. Caso contrario pasaba con los alumnos del cuarto y quinto año. La osadía los llevaba a hurgar el botiquín familiar para conseguir un pote de un mentolatum o vaselina, remover los cajones donde se guardaba el betún, mejor si acertaba con los más diminuto, suerte si estaba vacío. Elaborar el runrún con estos recipientes se tornaba embarazoso. Primero, buscar un lugar adecuado para restregar con constancia y desdoblar con ímpetu el enano brazo, sobre una piedra plana, en una vereda o pared de cemento. De tanto friccionar la lata se lastiman los menudos dedos y la palma de la mano. Minutos después, logran por fin obtener el tan ansiado runrún filudo. Luego afanarse con sumo cuidado, para abrir el par de agujeros, con exactitud milimétrica, por donde pasará el hilo. De este modo quedaba listo para la competición con el adversario que se atrevía a retarlo.  
   
Por otro lado, el anhelado runrún, también se podía obtener de las chapas. Su elaboración era un tanto más fácil. Con un martillo, si no lo encontraba, con una piedra redonda, de esos que se utiliza para moler sobre el mortero. La chapita descansa sobre un piso liso para ser golpeado con enorme esmero y constancia hasta lograr alcanzar la circunferencia perfecta. Luego, frotando con prolijidad sobre una piedra hasta sacar el filo deseado y hacer sus respectivos agujeros.  

Los pequeños jugadores de este febril e impredecible juego, en los recesos de clases, de un lado a otro, andan por el patio o el pabellón, Sebastián Salazar Bondi, con el runrún sostenido entre el dedo pulgar, índice y medio que al momento de estirar constantemente el hilo,  gira a la velocidad de un rayo. Los audaces competidores,  generalmente  los alumnos del quinto año, desafilan y retan cantando a viva voz: “no hay gallina para mi gallo” “no hay gallina para mi gallo” entre los alumnos retadores, estaba Jaime  y Fidel. 


No había alumno que se atrevía a jugar con ellos. Entonces ocurrió algo que nadie  esperaba. Al no haber adversarios, se retaron ambos, Fidel alumno enjuto, de rostro ovalado, nariz larga, el más alto de su aula se disponía a competir con Jaime, De pronto fueron rodeados por la multitud de alumnos para contemplar expectantes aquel encuentro. De los espectadores, los ojos danzaban al compás del runrún y los lances  que oscilaba a través de las manos diestras de ambos contendores. Jaime, bajo de estatura, ejecutaba ágiles lances de abajo arriba y Fidel, experto y con experiencia en estos encuentros de runrún, elaboraba movimientos de arriba abajo. Era la estrategia y la técnica de cada uno de ellos. La razón de ello, era debido a la diferencia del tamaño que había entre los dos contendores. 

Ambos retadores zarandean el runrún al ritmo de las manos. Concentrados, esperan el momento apropiado para romper el hilo del adversario. Ya habían realizado varios lances que por milímetros no podían acertar. De  esta manera, la expectativa era aún mayor. De repente Jaime, posesionado con un pie atrás y el otro adelante, el pequeño cuerpo inclinado, efectúa un lance eficaz y certero de abajo hacia arriba que logra por fin cortar el hilo del runrún  de Fidel. En milésimas de  segundos, el atrevido runrún salió disparado surcando los aires como si hubiera sido impulsado por el propulsor de un cohete, haciendo una línea parabólica en el espacio. Mientras el runrún  regresaba de su vuelo vertiginoso, Fidel giraba la cabeza de izquierda a derecha buscando el susodicho runrún. En ese instante de apremiante búsqueda, el jzguete, pasa veloz, con una sorprendente precisión, por el lóbulo de la nariz larga y aguileña de Fidel. Y en un santiamén, brota la sangre que los becarios se quedaron atónitos, tapándose la boca con las manos y con ojitos sobresaltados  de sobrecogimiento… 

—¡Mi nariz, mi nariz!  

Chillaba Fidel, pensando que se lo habian mutilado, palpó con desgarradora desesperación la parte sobresaliente de su rostro delgado y pálido del susto. De inmediato, fue atendido con las medicinas que había en el botiquín de la escuela, para luego ser trasladado a la posta médica. Al día siguiente era la atención de curiosas miradas de los escolares. Dolientes, advertían los esparadrapos blancos cubriendo casi toda la nariz larga, cuya herida,  felizmente, no había sido nada de consideración. Como consecuencia de este incidente y accidental juego. La dirección prohibió a los alumnos jugar al runrún, si no era de botones, sin tomar en cuenta de los  tamaños y los colores. 

El Pichuychanca.
Chiquian 8 de diciembre 2016