El reloj de bronce esmaltado, abordado por la campanilla, la manivela, adornado de números romanos, cuyas agujas fosforescentes brillaba en la densa oscuridad de la modesta y apacible alcoba del puntual sacristán, causaba un débil y pacífico murmullo…tic-tac, tic-tac… acompañado del canto melancólico de los grillos.
El reloj, situado sobre una raída mesita de noche; estable gracias por el papel doblado y empotrado como cuña en la base de una de las 4 patas, de pronto, tintineaba con ostentoso ruido. Por muchos años, cada mañana, a las 5 ½, despertaba del profundo y acogedor sueño al Misario, don Julio Alvarado.
El Misario, de escasa estatura, de tez trigueña, de carácter reservado y taciturno con las primeras oquedades en las comisuras de sus ojos pardos, parecía tener más de 60 años de edad. Mientras su esposa alista el desayuno; él se levanta, y en seguida, se coloca el par de calcetines de lana, el calzoncillo largo afranelado, el pantalón con largos tirantes sobre los medianos hombros, una camisa de franela a cuadrados, luego la chompa tejido por su esposa. Acuña los pies, con los dedos meñiques levemente encallecidos, en el par de zapatos negros, embetunados con esmero. Con pasos cortos y cansinos, se dirige frente al espejo del ropero ubicado en la esquina del cuarto entablado.
El sacristán, parsimonioso, se acicala el ralo cabello cenizo que cubre su braquicéfala cabeza y ordena su vestuario, frente al espejo. Cómo cada mañana, del interior del ropero, agarra el sombrero de paño de copa mediana y ala corta. En seguida, lo sitúa sobre su cabeza y al verse de nuevo en el espejo, ataviado con celo, guiña el ojo izquierdo, como si se estuviera dando el visto bueno de su benigna estampa. "¡Oh! que bien me veo" pensó. Descorre las cortinas, pendidas de un soporte y de argollas de madera. Abre la ventana y escucha el canto del zorzal, del pichuychanca que vuelan presurosos del alero de la casa a la pirca adyacente, rodeado de copiosa floresta. El aroma perfumado de las plantas, arrastrado por el frío vientecillo, embriaga al misario.
Mientras se dispone a bajar por los peldaños de la escalera, ubicado frente al inclinado cerro, la hacendosa esposa, como cada mañana, le llama con tono de consideración y amor, con el apelativo de…
—Sá, ya está listo el desayuno
—Ya voy querida… ya voy…
El noble sacristán, se arrellana en la silla, en la mesa, cubierta por un pulcro y colorido mantel, junto a su esposa, degusta el desayuno predilecto, café con leche acompañado con los panes de piso untado de queso y mantequilla.
El sacristán, de la remota Iglesia de Chiquian, parecía ser un anacoreta. La forma de mirar era de contemplación compasiva y de misericordia. Tal vez sería por la convivencia y el constante contacto con los iconos de los diferentes santos, santas, apóstoles, patriarcas ubicado en el Altar Mayor y de los retablos, apostados de forma ordenada en medio de ancha pared que llegaba a medir más de un metro y medio. Entre el muro, que olía a alcanfor incienso y a tierra húmeda, se hallaba el estrecho pasadizo con peldaños encaramados por donde ascendía, acompañado del lamparín de luz mortecina aferrado en la aterida mano, con el fin de ataviar y adornar, con atención y extrema veneración, a cada uno de los iconos. Encendía los cirios dilatados, adornados con papeles especiales de color morado y negro, elaborado por Don Julián Soto, un gran Devoto del Señor de la Caída. De esta manera, los sombríos espacios de la iglesia quedaban iluminados con luz lánguida y misteriosa de dos mundos, lo terrenal; para quienes aún luchan por la existencia, entre lo divino y lo mundano y, en lo espiritual; para quienes han trascendido el enigmático paso de la muerte.
Cuando el Sacristán, discurría con pasos graves y pausados, daba la impresión que caminaba a dos centímetros del nivel del suelo. Los niños, adolescentes y jóvenes que estaban en la vereda o en la esquina de las calles divirtiéndose con ingente algarabía, de repente, al notar que él Misario se aproximaba con lentitud,, paralizaban sus actividades, se colocaban a un lado, abriendo espacios, le saludaban con total diligencia:
—¡Buenos días Señor Sacristán!
Mientras atravesaba por la angosta senda en medio de aquel mocerío, correspondía el saludo espontáneo con una venia en el instante que sacaba el sombrero de su cabeza con la mano derecha. Luego, los infantes continuaban con sus bochinches y él, con pasos pánfilos, seguía su camino derrotero a la iglesia con el propósito de laborar un día más en su jornada espiritual. La población en general, también le saludaba y le guardaban especial estima.
Sus compañeras, sus amistades más íntimas con quienes se asociaba desde la alborada al atardecer eran las campanas de variados tamaños, éstas, se encontraban en el segundo nivel de los tres que tenía la torre de la iglesia. Se conocían a la perfección, uno al otro, por tantos años de una estrecha y singular conexión familiar. Parecía que platicaban entre ellos, con cierta clandestinidad, tanto así que les bautizó con el nombre de Lourdes, Magdalena, Fátima, María… y sabía el carácter, la fuerza, la gravedad, la sonoridad de cada una de ellas. Jalando las cuerdas largas y gruesas, que para cualquier otro mortal sería un elemento sin importancia y de valor, a través de sus habilidosas y finas manos era el medio de comunicación más sublime que había nacido entre ellos, de tiempos lejanos. Las campanas se dejaban repicar con docilidad, prorrumpiendo armoniosos y hermosos sonidos circunspectos, graves y agudos de una excelsa cadencia con los macizos péndulos causando suaves y delicadas resonancias.
Su puntualidad, estaba fuera de cualquier comentario. Las campanas, íntimas compañeras, se dejaban oír incluso más allá de los límites del pueblo. Anunciaba ceremonias religiosas; Semana santa, Corpus Cristi y la llegada de la Navidad. Fiestas patronales; Santa Rosa de Lima, patrona de Chiquian, San Francisco, todas las resonancias con distintos repiqueteos y únicos. Advertía las misas de lunes a sábado, en las noches, y los domingos, por la mañana y la noche. Comunicaba pomposas bodas que se realizaba, por lo general, al mediodía de los días sábados y domingos. Alegres bautizos, primera comunión. Por otro lado, informaba acontecimientos inesperados e inevitables como un desastre natural o doblaba la campana con sonidos fúnebres con el objetivo de avisar el deceso de un poblador.
Luego de culminar la liturgia nocturna, de las 7, el Misario, de la iglesia, se retiraba a la 9 de la noche. Con pasos cansinos se dirigía a Huaylog, donde estaba ubicado su domicilio, a un kilómetro del pueblo. ¿Cómo hacía para llegar a su vivienda? Misterio. Nadie lo había visto caminar en medio de la profunda y lóbrega noche por aquel camino silencioso. Su única compañía seria tal vez las escarchas brillantes o el ojo blanco del oscuro cielo para irradiar el solitario y largo recorrido de noches inciertas e impredecibles. En ausencia de estas titilantes luminarias, cubiertas por la nube sombría y advenediza, sería la despreciable luciérnaga que se volvía presuntuosa, sobresaliente con el fin de servir de guía al Sacristán.
Fue una mañana inesperada. Cuando el sol se escondía detrás de las nubes rosáceas con sus alicaídos rayos, el viento matinal apremiaba con un ligero y extraño frio. Los cantos de los pájaros daba la impresión de no ser los mismos. Las flores y las rosas aun no abrían sus pétalos y sobre ellos, los rocíos, como desconsoladas lágrimas, se desplomaban sobre la hoja que le apaciguaba con serenidad y quietud, la fragancia no se dejaba percibir. La copa de los arboles parecía dar reverencias suscitando lamentos dolorosos. La melodía de las campanas que se escucharon por varias generaciones, que alegraba o entristecia el corazón de los habitantes con sus distintas tonalidades, esta vez, del todo, estaban mudas. Su amigo el Misario cerraba los ojos. Con el rostro sosegado y en paz, la fuerza vital, el alma, abandonaba su cuerpo para viajar al sueño eterno y reunirse con sus nobles amigos, los santos, santas, patriarcas y apóstoles.
Aquel día desventurado, la tarde estaba cubierta de nubes obscuras como si estuvieran guardando duelo. Las campanas, en señal de quebranto, doblaron con un extraño repiqueteo, a partir de aquel momento ya no serían los mismos.
El Pichuychanca.
Chiquian 21 de noviembre 2015